En el año 2016 se promulga la Ley de Promoción de la Autonomía Personal de Personas con Discapacidad, planteada como un hito histórico pues con ella Costa Rica reconocía que las discapacidades no son solo una, y dependiendo de cada una de ellas, la persona con discapacidad tiene más o menos capacidades físicas y cognitivas para actuar en defensa de sus derechos.
Poco consideró el legislador en aquel entonces que, al crear esta figura, generaría una laguna enorme que dejaría en desamparo a las personas con discapacidad más vulnerables: a aquellas que no tienen capacidad física o cognitiva para defender sus propios intereses, por lo que dependerían enteramente de un representante.
Siete años después, aún nos encontramos constantemente con jueces de familia que, al presentar una solicitud de salvaguarda, argumentan que al amparo de los Derechos Humanos que han sido reconocidos a la persona con discapacidad, otorgar una salvaguarda a un familiar para que actúe en representación de sus derechos, sería desconocer que la persona con discapacidad es sujeta de derechos.
Es decir, argumentando que como la salvaguarda es tan solo un apoyo para la persona con discapacidad, una persona sin capacidad alguna —ya sea por situaciones cognitivas o físicas— para comunicar su voluntad, no puede recibir el apoyo de un salvaguarda, porque el salvaguarda más bien estaría sustituyendo su criterio y, como esta ley derogó la figura del “curador procesal” ello significa que las personas cuya discapacidad les impide comunicar su voluntad frente a terceros, quedan totalmente desprotegidas de la ley.
La ironía de la contradicción es que bajo el argumento de que estas personas son sujetos de derecho, se les niegue el ejercicio efectivo de esos derechos.
No se trata de que los jueces de familia indiquen que estas personas no tienen derecho alguno a que sus intereses sean tutelados, sino que consideran que se encuentran facultados a atender por sí mismos a manifestar su voluntad para defender sus derechos. Así, por ejemplo, estos jueces considerarían que estas personas pueden atender directamente al banco para que se gire su dinero como beneficiarios de una persona fallecida.
Claramente, en la vertiente práctica de esta interpretación, ¿cómo puede esta persona que ni siquiera tiene capacidad física de hablar de solicitar tal cosa al banco? Por otro lado, ¿cómo puede el banco asegurar que la persona que se presenta como acompañante de la persona con discapacidad, en auxilio de esta, realmente vela por los intereses de la persona y no está procurando explotarla?
Evidentemente, ante el riesgo de explotación de estas personas, se hace necesario que los jueces de familia no cierren sus interpretaciones a lo que literalmente se extrae de la ley, y consideren la realidad práctica en la que se debe aplicar la salvaguardia para no dejar al desamparo a un grupo vulnerable de personas.
Mientras el legislador no salde su deuda de reformar la normativa para proteger nuevamente a estas personas, el juzgador se encuentra en la obligación de hacer uso de las posibilidades dadas por la Ley de Promoción de la Autonomía Personal de las Personas con Discapacidad, y conceder la salvaguardia bajo parámetros de alto grado de intensidad para proteger a estas personas.
Reconociendo que Costa Rica ha firmado Convenciones tales como la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores por las cuales, aunque la ley expresamente no lo contemple, los jueces no se pueden excusar en este motivo para desconocer los derechos que ya se han reconocido por normas de mayor jerarquía que una ley, conforme a nuestro artículo 7 constitucional.
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